En aquel momento -tenía 22 años- eligió la segunda opción y se marchó a la London Academy of Art and Acting y luego para una temporada teatral en Escocia.
Como tantos de aquella generación, probó suerte en la televisión con extras y papeles secundarios (la mayoría como malo) en la BBC y luego en ese semillero de cine popular y de terror que era la productora Hammer, donde reinaba Christopher Lee.
Pero su buena fortuna fue tener un papel junto a Roger Moore en la serie "El Santo".
Porque el futuro 007 se convenció del
talento del alto canadiense y le empujó a participar en el
casting de "The Dirty Dozen" ("Doce del patíbulo", 1967), de
Robert Aldrich en el que compartió actuación con Lee Marvin,
Charles Bronson y Telly Savalas.
El triunfal éxito de ese clásico bélico le abrió las puertas
de Hollywood al joven compañero de Lee Marvin y Charles Bronson
en 1967.
Donald McNichol Sutherland, nacido el 17 de julio de
1935 en el distrito canadiense de Nuevo Brunswick, criado por
padres de modestas posibilidades entre Nueva Escocia y Toronto,
es de origen escocés, alemán e inglés.
Y tal vez por eso encontró las mejores satisfacciones en su
carrera en el cine europeo, aunque la gloria (y un Oscar
Honorario en 2017) le llegó al otro lado del océano.
Esta duplicidad profesional se confirma, realmente un caso
fortuito, por su verdadero debut en el cine, o "El castillo de
los muertos vivientes" rodado en Italia por un oscuro Lorenzo
Sabbatini en 1964 y firmado junto con el marqués Luciano Ricci.
Inmediatamente después del paréntesis italiano y el éxito
estadounidense, Donald Sutherland se encontró en el centro del
sistema estelar y finalmente pudo elegir roles y características
que se adaptaron a su estilo de actuación, en el que
prevalecieron la ironía, la subestimación, el tono de felpa y
una voz de graves inconfundibles.
Comprometido políticamente, vinculado a su segunda
compañera, Jane Fonda, quien compartió con él la atención del
FBI que lo tomó en la mira como un posible subversivo por sus
declaraciones en contra de la guerra de Vietnam, Donald
Sutherland encontró su perfecto pigmento en Robert Altman.
En "Mash" (1970) hizo favelas junto a Elliot Gould y luego
lo confirmó como protagonista en "Una prostituta para el
inspector Klute" de Alan J. Pakula.
Los años 70 fueron para él los de la consagración con "En
Venecia un diciembre rojo smoking" de Nick Roeg, "El día de la
langosta" de John Schlesinger, "Animal House" de John Landis y
"Terror from the Deep Space" de Phil Kauffman.
Pero fue precisamente Italia la que le dio lugar a la
verdadera medida de su estatura actoral con dos obras maestras:
el Giacomo Casanova lunar en el que se encarnó para Federico
Fellini y el despiadado Atila con el que Bernardo Bertolucci lo
convirtió en un memorable "Villano" en "Novecento".
Desde los años 80, su presencia es garantía de calidad y
éxito en una amplia gama de géneros: espía alemán en "La cruna
de la aguja", padre de familia en "Gente común", sargento inglés
en "Revolution" de Hugh Hudson, párroco detective en "Los
crímenes del rosario", enigmático funcionario del gobierno en
"JFK", frío hombre de negocios en "Revelaciones", hasta el
despiadado presidente en la saga de "Juegos del hambre".
Plena conciencia de la pantalla, Donald se movió cada vez de
protagonista natural, incluso para una breve aparición.
Sutherland tenía el dominio absoluto de la escena; no era
hermoso, sino que tenía un encanto tan seductor que pronto
apareció como un "New Lover"; no era agraciado, pero se movía
con la ligereza del bailarín, no estaba destinado a los papeles
de héroe y primer actor pero también y sobre todo de "malvado"
gigante contra cualquier otro supuesto héroe.
Además, tenía el don de una voz aterciopelada y baritonal
que hasta el final le garantizó también el tamaño del gran
narrador. Es su voz la que acompañó los Juegos Olímpicos de
Invierno de Halifax y Canadá quiso rendirle el último homenaje
hace un año imprimiendo un sello con su efigie.
Culto, apasionado del arte, enamorado de Italia, Donald
Sutherland es la síntesis perfecta de un país, Canadá, que se
nutre desde siempre de una doble cultura: la europea en el
corazón y la americana en la superficie. Sabía conjugar por sí
mismo esta maravillosa dualidad.
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