Para la directora creativa de Dior, la llegada de los Juegos Olímpicos a París la empuja idealmente a rendir homenaje a todos aquellos atletas que desde la antigüedad hasta hoy han superado prejuicios y obstáculos para tener el mismo espacio en el deporte y reconocer la dignidad atlética en sus cuerpos competidores.
Vuelve así a esa forma primaria de vestir que tanto le gusta: el peplum, absoluto y dúctil al mismo tiempo.
Es dentro del perímetro de una libertad política conquistada de los cuerpos donde opera la colección de alta costura.
La diseñadora decide utilizar un material que no pertenece a la alta costura como el jersey, como una malla metálica en oro, plata, blanco que acaricia el cuerpo siguiendo su forma, gracias a un ligero corsé interno que estructura esas prendas. Los pliegues se cosen o se abren para seguir los movimientos.
En conjunto, el drapeado, una referencia visual a la estatuaria clásica, inerva la colección en los brillantes vestidos de terciopelo de seda negro, en las faldas de jacquard muaré transformadas por el tiempo, en esos trajes en los que los pantalones se revelan a medida que avanzan a través de la falda drapeada.
O, como en los vestidos de la diosa, rematado en un hombro, deja ver camisetas sin mangas metálicas transparentes con ribetes de raso.
El traje deportivo, en una idea de alta costura, está cubierto con hojas doradas o tachonado de microlentejuelas.
El rojo, el "color de la vida", según Christian Dior, sublima el espectáculo, mientras que el albornoz, bordado con mosaicos de espejos, transgrede su función.
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